No le dedico a nadie…
Cuando nos
introducimos en una investigación nueva, sin una línea de base, con supuestos
más que certidumbres, fue como adentrarnos en un callejón oscuro; predispuestas
a recibir un golpe de alguna parte, susceptibles de caer o por lo menos
resbalar, vulnerables a las críticas más despiadadas y a las adhesiones casi
militantes; pero había que armarse de valor y comenzar a correr.
No dejó de
tentarnos la posibilidad de ampliar la investigación hacia infinitos temas;
mejor dicho problemas; por todo lo que constatamos, leímos, escuchamos en
nuestro recorrido por rincones insospechados en los que había una escuela, con
muros de silencio y complicidad; con pupitres de dolor y humillación; con
docentes y regentes que oscilan entre el cielo
y el infierno, en un espacio que
debería ser solo de la tierra.
Lo que más
nos invadía en este caminar fue el sentimiento de dolor, angustia y ganas de
darnos media vuelta; mucha violencia para las wawas (niños y niñas), mucha indiferencia de los adultos/as. ¿Será
porque la escuela no es parte de la cosmovisión ni andina ni amazónica, no
forma parte de una buena vida, una convivencia respetuosa; aquello que en
aymara se dice suma qamaña? (buena
vida).
De todas
maneras había que seguir, porque había mucho que visibilizar, mucho por contar;
lo más se quedó en la absoluta incomprensión; a lo que se comprendió se colocó
nombre, edad, sexo, unidad educativa y por supuesto, número; para las veces que
le pegaron, le insultaron, le excluyeron, le amenazaron; pero no se pudieron
contar las lágrimas, las sonrisas, los temores, las complicidades, las
solidaridades, los dolores…
La
recolección de datos, la transcripción y agrupación, fue relativamente fácil
por la tecnología que lo hace todo; pero que nos deja la parte más complicada a
los investigadores, comprender, interpretar y socializar.
Nos
complejizó la infinita información que recogimos no sólo con los cuestionarios,
sino con las miradas, las conversaciones, los paseos por los patios, las aulas,
los recreos, las horas de educación física o de salida; no queríamos que nada quedara fuera de la
investigación. Pero era justo por tiempo, espacio y equilibrio emocional,
restringir nuestro estudio y volver a nuestro objetivo inicial: determinar si
existe acoso escolar en Bolivia, cómo se presenta, cuál es la forma más
recurrente de acoso; cuáles los lugares donde se presentan las situaciones de
acoso; cuántos/as acosados/as, víctimas y espectadores/as existen en esta
problemática. Cuál la relación de los/as docentes con los/as estudiantes; de
los padres y madres con docentes y con sus hijos/as. Objetivo pretensioso sin
duda, pero factible por los instrumentos utilizados.
No podemos
decir labor cumplida, sino más bien comencemos el trabajo.
¿Que si
fui feliz en el colegio?, no sé, nunca fui del grupo de las más bonitas o las
más populares, estuve en un colegio solo de niñas dirigido por monjas,
represoras y reprimidas.
Hace más
de veinte años… recuerdo los hábitos negros y grises, las palmadas en las
pompas por correr en los pasillos, la regente, no re gente no era, más bien era una mujer muy gritona y torpe, las
cerradas de puerta en la nariz por cinco minutos tarde, las llamadas de
atención o las llamadas telefónicas a casa por usar pantalón, pintarse las
uñas, maquillarse los ojos, pintarse los labios.
Los
retiros espirituales eran toda una aventura, se trataba de encontrar la mochila
más grande y menos evidente para llevar las cervezas y los cigarrillos, algunas
nos poníamos unas chamarras gigantes para poner en los bolsillos, más cervezas
y más cigarros. Nos revisaban nuestras mochilas al entrar al colegio de varones
donde realizábamos estos encuentros, por tanto en las noches el retiro se
convertía en una entretenida jarana. Por supuesto, nos asignaban, no sé si la
vivienda de los curas del colegio, o algún tipo de internado, porque tenía
pasillos largos y en los costados estaban las habitaciones con dos camas, una
mesa de noche, roperos, ventanas grandes y baños compartidos.
Las noches
eran espectaculares, había que ver nuestra habilidad para cruzar de una ventana
a otra con las bolsas de cervezas, estábamos en un segundo piso, pero nos
convertíamos en unas expertas escaladoras. Nos reuníamos a contar chistes e
historias de terror, a burlarnos de las monjas, a fumar, a reír, a llorar…
hasta que escuchábamos los pasitos de la monja, que nos pillaba siempre y nos
sacaba a empujones del cuarto. El día siguiente era un martirio, a rezar desde
las siete de la mañana, ya duchadas y bien arregladitas; luego a escuchar las
lecturas bíblicas, a poner la mesa para el almuerzo y en las tardes a seguir
reflexionando sobre la biblia, a poner la mesa para la cena y por supuesto, la
infaltable confesión con el cura.
Los
recuerdos se me quiebran cuando pienso en mi mejor amiga de básico (primaria),
éramos inseparables, nos sentábamos juntas, salíamos al recreo juntas, hacíamos
las tareas (alguna vez), pero siempre nos reuníamos en la tarde con ese
pretexto, reíamos de todo y de nada, recuerdo que incluso nos turnábamos para
almorzar juntas, un día en mi casa, otro en la suya.
Un fin de
año, la monjita llamó a mi mamá y le dijo que ya no podíamos seguir unidas, que
decidiera con la familia de mi amiga, cuál de las dos se quedaba en el colegio,
porque nos perjudicábamos juntas, éramos malas estudiantes y eso no era bueno
para ninguna de las dos. Mi madre, le dijo que fuera ella quien se quedara, que
nosotras buscaríamos otro colegio. Pero no fue así, no entiendo las razones, ni
las situaciones de entonces, no las conozco, me quedé yo, pero sin mi amiga.
Ella fue a otro colegio en Miraflores, me decía ella, que era mejor, que le
quedaba cerca a su casa y que era mucho más divertido. Me quedé sin mi amiga,
su banco estaba vacío, ya no tenía con quien reír, con quien compartir los
recreos, con quien almorzar, no tenía donde ir. Por qué lo hicieron?... nunca
entendí, pero la perdí, nunca más volví a compartir con ella un largo rato de
risas y de llantos, nunca más compartimos un emparedado de queso, una bolsita
de papas fritas, a veces con chocolate; ni siquiera un abrazo. No nos enojamos,
nos volvimos a ver después de años en la calle y nos saludamos con mucho
cariño. Las monjitas decidieron que nuestra amistad no iba más.
Los años
pasaron… me fui un tiempo a Santa Cruz, a un bonito colegio, pero que no
trascendió en mi vida. Tenía una amiga llamada Clarita que tenía las piernas
quemadas tras un accidente con alcohol, siempre estuve al lado de ella en los
recreos, en las clases…, algunas compañeras no dejaban de llamarme colla, para
evitarlo inventé que yo llegaba de París, probablemente porque escuché que las
cigüeñas llegan del viejo continente; la mentira resultó, muchas compañeras se
acercaban a preguntarme como era París, si sabía hablar francés, cómo eran mis
papás, cómo eran mis hermanas…No sé si el cuento continuó, pero conseguí más
amigas, incluso algunas me invitaban a su casa a conocer a sus papás, otras
querían acompañarme a mi casa después del colegio.
Algo que
si recuerdo del colegio de Santa Cruz, es que los/as profesores/as entregaban
medallas de colores a las mejores estudiantes; la rosada significaba que tu
desempeño no había sido tan bueno y las celestes eran un verdadero orgullo,
suponía que durante la semana te destacaste en todas tus materias. Yo las
conocía porque mi hermana mayor llegaba siempre con las celestes, yo alguna vez
llegué con la rosada. Las tenías que devolver al día siguiente, pero lo que
suponía que te condecoren al final del día era una situación de tanta afectación,
que no la puedo relatar.
La maestra
se paraba delante del curso, como siempre, y comenzaba a llamar lista, primero
a las que más o menos se destacaron, una sentía entre vergüenza y algo de
orgullo, cuando mencionaba tu nombre, te parabas frente a todas las del curso,
la docente te colocaba la medalla y siempre decía “la próxima semana la
celeste”. Pero la sensación de escuchar tu nombre para la medalla celeste era
inexplicable, te levantabas del asiento como un pavo real, caminabas hacia
adelante y comenzabas a crecer hasta llegar al trono, donde te colocaban la
corona y te felicitaban por tan buen desempeño durante la semana.
La
sensación de quedarte sin medallas, ni celeste ni rosada, era incómoda por
decir lo menos, porque además quienes sacaban medallas se pavoneaban por mi
lado y me quedaba, al principio, con un saborcito peor que amargo, pero como la
situación se repetía cada semana, ya me había acostumbrado, lo extraño era
escuchar mi nombre para recibir una medallita.
En medio
(secundaria ahora) volví a La Paz,
volví al mismo colegio de monjitas, seguía la misma directora, tienen el don de
ser eternas, no les pasa la vida, se mantienen idénticas a pesar de los años.
Ingresé a un grupo de amigas, las más gorditas, las más comilonas y las más
reilonas. Recuerdo que ingresé a los equipos de básquet y voleibol del colegio,
pero nunca fui buena, hacía lo que podía, pero durante los partidos
generalmente, la pasaba con el grupo de suplentes.
Mi grupo
era divertido, cada una con una historia familiar particular; dos hermanas con
una madrastra salida de los cuentos de hadas; una con problemas de obesidad y
ambos padres médicos; otra con un padre militar a quien ella decía odiar; y eso
sí todas, incluida yo, con un denominador común: “en casa nadie me entiende,
nadie me quiere”, seguro contagiadas y alimentadas unas a otras, por esa
extraña sensación de incomprensión que acompaña la adolescencia.
La mayoría
de las chicas eran muy enamoradizas, a la salida del colegio era un clásico
esperar las góndolas de los colegios de los chicos, verlos pasar y tejer
historias…”estaba en la ventana con una polera azul”; “me miró y me sonrió”,
“me mandó un beso”, “me dijo que me va a llamar”, luego la infaltable carta
rusa, a masticar papelitos con el nombre del chico y lanzarlo al techo del
aula, si se colaba, te quería, sino a intentarlo nuevamente, con suerte en el
aula, generalmente en el baño.
Salíamos
casi todas las tardes, no estudiábamos mucho, pero la pasábamos bien. No sé de
dónde sacábamos plata, pero en las tardes era infaltable la hamburguesa, las
papas fritas, o las mollejas de pollo del frial de la zona.
El curso,
durante los cuatro años estaba perfectamente dividido en grupos: las más
estudiosas, que no hablaban con nadie que no sea de su grupo, en los exámenes
tapaban sus hojas con los brazos y rumoreaban y reían cada vez que alguien
salía al pizarrón; las bonitas y populares, que tenían chicos al por mayor,
vestían siempre muy bonito, bailaban y organizaban las mañanas deportivas del
colegio y además, iban a fiestas y discotecas; las traviesas y pícaras, que se
burlaban de las monjas, entraban a empujones al quiosco, se jaloneaban y
empujaban en los recreos, se divertían con todas y de todas; unas cuantas
excluidas que no se metían con nadie; alguna que otra extranjera que pasaba por
alguno de los cursos, algunos pares de
hermanas, que sin ser gemelas estaban en el mismo grado y nosotras.
Recuerdo
que un año durante la secundaria se realizaron los Juegos Bolivarianos en La Paz, pidieron a los colegios
seleccionar un grupo de estudiantes para organizar las barras y el desfile
bolivarianos en el estadio Hernando Siles. Me pareció hermoso, un grupo de
chicas tenía que llevar mangas de colores y otro grupo banderas. La presidenta
del curso, motivada por sus propios criterios eligió a un grupo de compañeras,
ninguna de nuestro grupo fue seleccionada, cuando reclamamos y pedimos que la
elección sea justa o por votación, arguyó que el criterio único de selección
eran las calificaciones, sobre todo la de educación física; no calificábamos.
Lo último
que me acuerdo con mucha precisión, es también un evento en el coliseo cerrado,
un concurso de barras de los colegios. Nos organizamos, esta vez todas,
seleccionaron a las que teníamos mejor ritmo, (es un orgullo decirlo),
ensayamos semanas enteras. Nos acompañaba una canción de moda; las más
habilosas diseñaron nuestro traje de baile, un vestido rojo con falda corta y
tableada. Para mí fue lo máximo, bailar con las más bonitas del curso, estar en
medio de todo un coliseo bailando con pompones, al ritmo de una canción
moderna. Pero no tengo claro lo que pasó, lo que no puedo olvidar es que cuatro
días antes del gran evento, la que dirigía el grupo me dijo que yo ya no
bailaría, que decidieron que otra compañera lo hacía mejor que yo. Hasta ahora
me molesta el recuerdo de esta situación.
Fui
terrible también, rebelde hasta donde me dejaron, usaba pantalón, me escondía
en los baños, fumaba en sus interiores, a veces arrebataba la merienda a
alguien, a veces insultaba o golpeaba a alguna compañera que “me provocaba”,
nunca me destaqué por tener buenas notas. No asistí a mi fiesta de graduación
porque fui a desquite en las materias más importantes, tampoco viajé con mi
promoción, porque a alguna de las compañeras se le ocurrió que quienes iban a
desquite no iban de viaje, se fueron a Potosí y Tarija y trajeron valijas de
aventuras y de historias, sobre todo de amor.
Nos
quedamos pocas, algunas por desquites, las más por falta de dinero. Una de
ellas, se ofreció a darnos clases a quienes teníamos que rendir exámenes. Qué
bondad, qué desprendimiento o qué soledad, por lo que fuera, realmente
conocerla fue una gloria, por ella salí del colegio, no la volví a ver, pero la
recuerdo con muchísima gratitud, incluso gestionó que nos abrieran el colegio
para estudiar toda la vacación en un aula con pizarrón.
Ahora que
escribo me acuerdo del verde hospital de los baños, donde siempre encontraba
escrita la frase: “fulanita de tal goma”, recuerdo ese horrible patio de
cemento, el quiosco improvisado, el olor a salteña, a papas fritas mezcladas
con arrocitos de chocolate, el color blanco inmaculado de la dirección, donde
pasaba varios minutos que se hacían eternos, hasta que llegaba mi hermana y me
recriminaba: “que hiciste esta vez…”.
Se me
viene a la mente mi profesor de matemáticas, un buen hombre, le decíamos Simón Bolívar,
de verdad era parecido; mi profesor de psicología, ese sí que era interesante,
le dispararon durante el golpe de estado de Natush Bush, pero no lo mataron; la
profesora de educación física, como olvidarla, una señora ya mayorcita, que
hacía su mejor esfuerzo por trotar; el profesor de química, con el mayor
respeto, le llamábamos Pepa, en realidad era José; y la inolvidable profesora
de física que tenía a sus dos hermanas en mi curso, una mujer de temple,
serena, cauta; y las monjitas, siempre con el ceño fruncido, dispuestas a
gritarte por todo y por nada, caminando con firmeza y dureza; recuerdo
particularmente a una monjita que dirigía el acto cívico de los lunes:
“¡atención! firrrr, a la izzzzquier, dos…tres, y comenzaban los acordes del
himno nacional.
Como
olvidar los slams (una especie de
diario personal que era llenado con los datos, preferencias y gustos de las
chicas del curso), hasta ahora conservo uno: tu nombre, ¿quién te gusta?, ¿tienes
chico?, ¿quién es tu mejor amiga?, dedícame una frase. Esta era la parte más
importante de tu slam, porque lograbas descubrir qué pensaban las compañeras de
curso de ti, varias veces me sorprendí con frases como: “eres una doble cara”;
“eres una vanidosa y alzada”, “ojala que cambies, porque eres una hipócrita” o
“eres muy voluble”. Nunca descubrí porque algunas chicas pensaban eso de mi,
pero siempre me afligió, nunca tuve las agallas para preguntar el porqué de sus
comentarios, si nunca había siquiera compartido un recreo con ellas.
El slam era por lo general esa sutil
presión para conocer la evaluación que hacíamos las niñas y adolescentes de
nuestras compañeras y la evaluación que esperábamos hagan ellas de nosotras.
Recuerdo a
una compañera en particular que era capaz de hacerme sentir dichosa con su
compañía y desgraciada con su indiferencia; llegaba a veces al curso con dos
emparedados de pollo, uno para ella y otro para mí, me esperaba para salir al
recreo, me invitaba a jugar toda la tarde a su casa, me decía que era su mejor
amiga y que incluso nos parecíamos físicamente, que a ella la confundían
conmigo en la calle. Cuando estaba con ella, tenía la opción de pasar un rato
con el grupo de las bonitas y populares del curso, porque ella se movía por
todos los grupos sin mayor problema, entraba y salía de los grupos con una
facilidad única, y no tenía ninguna barrera de entrada.
Esto le
duraba aproximadamente dos semanas, luego se sumergía en un silencio completamente
agresivo, no me saludaba, me volteaba la cara cuando yo intentaba saludarla, me
ignoraba, se reía cuando pasaba por su lado, rumoreaba con las demás y me hacía
sentir horrible. Luego se le pasaba y volvía a mi lado, pero lo que nunca dejó
de hacer fue dedicarme frases en el slam como “eres muy voluble” o “deberías
ser más sincera”. Nunca le pregunté por qué hacía eso conmigo y por qué pensaba
eso de mí. Durante los cuatro años lo hizo y el momento del viaje de promoción
me llamó por teléfono para despedirse y entre risas con otras chicas, me deseó
suerte en mis desquites.
Después de
estas frases siempre sentía ese frío del silencio, esa doble dosis de distancia
y silencio que te deja sin trincheras y sin defensas, porque no existen pistas
sobre lo que hiciste para merecer el castigo.
Un baúl de
recuerdos que muy pocas veces me provoca abrirlo, porque además de todo lo
narrado encuentro incomodidad, algo de tristeza, pero sobre todo desconcierto: ¿por
qué no me dejaron participar en las barras bolivarianas o de colegio?, ¿por qué
no me dejaron viajar?, ¿por qué no me dejaron ir a la fiesta de graduación? ¿Eran
las reglas del juego, eran las normas implícitas del grupo, solo travesuras,
bromas, cosas de chicas, agresión oculta o era acoso escolar? En cualquier caso
me provoca ira, que muy pocas veces pude expresarla, contarla y menos
comprenderla.
Con este
libro intento hacer las paces con algunos oscuros pasajes de mi vida en
colegio.
Karen Flores Palacios
http://www.monografias.com/trabajos-pdf4/derecho-vida-escolar-sin-violencia/derecho-vida-escolar-sin-violencia.pdf
http://www.acosomoral.org/documentos/RESUMEN%20DIAGNOSTICO.pdf
http://www.pieb.com.bo/nota.php?idn=2531
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